
Sin embargo, hoy me voy a centrar en lo primero, el tema de la envidia, pues viene a mi mente aquellos momentos en los que personas cercanas a mi son bendecidas y yo percibo una sensación interior que no me permite alegrarme con ellos como me gustaría. En medio de mi comunidad cristiana, muchos practicamos el vernos en grupos pequeños para rendirnos cuentas de como es nuestra vida espiritual en el contexto cotidiano. Una de las pregunta que tratamos de contestar cuando nos vemos es la siguiente: "¿Has deseado secretamente que a alguien le vaya mal para que a ti te vaya bien?" He de reconocer que muchas veces he tenido que responder que si. he tenido dicho deseo.
Más allá de ese sentimiento, creo que se esconde mi realidad interna rota, que no está experimentado en ese momento el amor de Dios como plena satisfacción. Ello me lleva a tratar de sentirme mejor en base a que otros no le vayan tan bien, como si eso, en realidad fuera la solución. La envidia me alerta de un problema interno, y es importante que yo sepa discernirlo.
Reconocer que la envidia es una emoción que nos avisa de un problema interno más profundo, nos debe llevar a no tratar de ignorarla o no darle importancia. En mi caso, lo que trato es de expresar con sinceridad lo que siento ante Dios y ante personas de confianza en mi comunidad. Mi experiencia me muestra que no hay mejor antídoto ante la envidia que sacarla a la luz, pues allí es donde Dios la desvanece a través de la oración. Las prácticas de confesarnos nuestras faltas unos a otros y orar unos por otros para que seamos sanados (Santiago 5:16) y de imitar a los salmistas en expresar a Dios claramente lo que siento (sea confesión, lamento o dudas), siempre son caminos efectivos para encontrar la gracia de Dios que me transforma.
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