Hoy me he adentrado en el capítulo 2 de 1ª de Corintios, y las palabras que me han resaltado son las siguientes:
"Mi predicación y mi mensaje no se apoyaban en una elocuencia inteligente y persuasiva; era el Espíritu con su poder quien os convencía" (2:4)
Otra versión dice: "... os convencí por medio del Espíritu y el poder de Dios".
Pienso en las muchas veces que me enfrasco en tratar de convencer a otros a través del razonamiento. Tengo que confesar que muchas veces he podido en medio de tales enfrentamientos, vencer en argumentos, pero aun cuando eso ocurrió, no significó que convencí, por lo tanto, no se trató de ninguna victoria.
Pablo les dice a los Corintios que cuando les compartió el evangelio no quiso saber de otra cosa más que de Cristo, y que cuando habló, no lo hizo con palabras cultas para convencer, sino que convenció mediante la demostración del poder del Espíritu.
Pensar en que es el Espíritu Santo el que convence y no yo, trae una liberación tremenda a mi vida. Significa que puedo escuchar a los demás, tratar de entenderlos, y que no necesariamente necesito mejores argumentos, porque al fin de cuenta, yo podría ganar ciertos debates, pero no puedo cambiar el corazón de nadie. No estoy diciendo que no vea el valor de una fe razonada y capaz de ser expresada con claridad, de hecho, creo que somos llamados también a verbalizar el evangelio, pero hay una diferencia entre expresar una idea y tratar de convencer. Cristo me pide proclamar el evangelio, pero me recuerda que es el Espíritu Santo quien convence.
No obstante, confiar en el poder del Espíritu Santo no me debe hacer más pasivo, pues tengo suficiente ejemplo en las Escrituras, para ver como el poder de Dios se manifiesta muchas veces no solo mediante la proclamación sino también a través de la oración por sanidad y liberación. Confiar en su poder, también implica la manera en la que voy atender las necesidades de otros ante mi.
Junto a otro joven de mi comunidad cristiana, decidimos salir de nuestra zona de confort acercándonos a personas desconocidas para preguntarles si había algo por lo que querían que oráramos. En esas salidas, tuvimos la oportunidad de hablar de Jesús, nunca discutimos, sino simplemente le invitamos a comprobar que Dios se interesaba por ellos. A veces dijimos a estas personas cosas que habían venido a nuestra mente y que no podríamos haber sabido si Dios no nos lo hubiera revelado, otras veces vimos las lágrimas en los ojos cuando oramos por el problema que nos habían contado, también vimos personas a las que le desaparecía dolencias.
Es un tremendo alivio saber que no tengo que convencer a nadie, que aunque me toca expresar el evangelio con claridad, puedo escuchar y respetar otras opiniones desde una actitud de amor e interés. Además, me emociona pensar que puedo adentrarme en la aventura de ser guiado por el Espíritu para hablar lo que solo él puede saber, o para sanar lo que solo él puede sanar.
No hay mejor argumento que el que el Espíritu da, y no hay mejor opción que confiar en su trabajo sobrenatural.
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