En el capítulo 3 de 1ª de Corintios, Pablo dice a sus receptores que son inmaduros, y que las envidias y rivalidades son prueba de ello (3:1-4). El apóstol sigue tratando el tema de la desunión entre ellos, y al hacerlo, sigue poniendo a Cristo en el centro, aclarando que aquellos cristianos con los que se están identificando y a la vez creando fronteras al decir: "Yo soy de Apolos", "yo de Cefas", son todos colaboradores de Dios (3:9) y que lo importante es que el trabajo entre ellos esté bien fundamentado en Cristo, pues si no es así, dicho trabajo no prevalecerá (3:13-15). La conclusión de este argumento es que al fin de cuenta, tenemos que reconocer que la sabiduría de este mundo no nos es útil para manejarnos (3:18-19), creo que dicha sabiduría es la que nos lleva a perder de vista la centralidad de Jeús, y que por tanto olvida que los colaboradores de Dios, la vida, la muerte, el presente y el futuro, se nos ha dado, pero nosotros somos de Cristo y Cristo de Dios (3:21-22)
Ante todo este argumento, pienso en aquellos rasgos en mi que muestran inmadurez, los cuáles no me gusta reconocer ni que salgan a la luz ante otros. El problema no son los rasgos, que son evidencia de que estoy en un proceso de maduración que no ha finalizado, el problema es que no reconozca mi necesidad de poner a Cristo en el Centro, y dejar a un lado todo lo que hace perder de vista lo verdaderamente importante.
En este sentido, el versículo que me ha resaltado es el siguiente:
"¿Ignoráis acaso que sois templo de Dios y morada del espíritu divino?" (3:16)
Estas palabras me hacen pensar en las muchas discusiones necias e inmaduras que he presenciado acerca de como administrar el lugar de reunión de los cristianos, un tema en el que a veces, incluso ha traído división. Sin embargo, el Templo no es el lugar de reunión, ya sea un local o el salón de una casa. Lo verdaderamente sagrado es el lugar donde Dios habita, y ese lugar, ese templo, es nuestro cuerpo.
Esto me lleva de vuelta a la centralidad de Cristo en mi vida, pues Cristo habita en mí por su Espíritu, y eso me convierte en un lugar santo las 24 horas del días y los siete días de la semana. Constantemente estoy en la presencia de este Jesús. Vivir en la presencia constante de Dios es la base para nuestra espiritualidad integral, que permite que el trabajo, el descanso, la familia, el vecindario y todo aquello que podamos nombrar, se pueda convertir en un acto de adoración. No puedo olvidar que lo que me lleva al lugar santo, no es acudir a una reunión de cristianos, es mi rendición constante a Jesús. Es un asunto del corazón, de hacer, como dijo también Pablo, todo para el Señor y no para los hombres. Por tanto, yo soy el que llevo a Jesús a la reunión con la iglesia, yo soy el que lleva a Jesús al trabajo y de vuelta al hogar, yo soy el que lleva a Jesús a pasear... y en la medida que soy consciente de ello y estoy rendido a Aquel que habita en mí, estoy o no en el lugar santo.
La centralidad de Cristo en nosotros es la base de nuestra unidad como iglesia, es la clave para el acceso a la sabiduría divina, es la clave para ver a Dios en lo cotidiano, en definitiva es el secreto de una fe que trasciende estructuras religiosas y que afecta a todas las áreas de nuestra vida.
Ante todo este argumento, pienso en aquellos rasgos en mi que muestran inmadurez, los cuáles no me gusta reconocer ni que salgan a la luz ante otros. El problema no son los rasgos, que son evidencia de que estoy en un proceso de maduración que no ha finalizado, el problema es que no reconozca mi necesidad de poner a Cristo en el Centro, y dejar a un lado todo lo que hace perder de vista lo verdaderamente importante.
En este sentido, el versículo que me ha resaltado es el siguiente:
"¿Ignoráis acaso que sois templo de Dios y morada del espíritu divino?" (3:16)
Estas palabras me hacen pensar en las muchas discusiones necias e inmaduras que he presenciado acerca de como administrar el lugar de reunión de los cristianos, un tema en el que a veces, incluso ha traído división. Sin embargo, el Templo no es el lugar de reunión, ya sea un local o el salón de una casa. Lo verdaderamente sagrado es el lugar donde Dios habita, y ese lugar, ese templo, es nuestro cuerpo.
Esto me lleva de vuelta a la centralidad de Cristo en mi vida, pues Cristo habita en mí por su Espíritu, y eso me convierte en un lugar santo las 24 horas del días y los siete días de la semana. Constantemente estoy en la presencia de este Jesús. Vivir en la presencia constante de Dios es la base para nuestra espiritualidad integral, que permite que el trabajo, el descanso, la familia, el vecindario y todo aquello que podamos nombrar, se pueda convertir en un acto de adoración. No puedo olvidar que lo que me lleva al lugar santo, no es acudir a una reunión de cristianos, es mi rendición constante a Jesús. Es un asunto del corazón, de hacer, como dijo también Pablo, todo para el Señor y no para los hombres. Por tanto, yo soy el que llevo a Jesús a la reunión con la iglesia, yo soy el que lleva a Jesús al trabajo y de vuelta al hogar, yo soy el que lleva a Jesús a pasear... y en la medida que soy consciente de ello y estoy rendido a Aquel que habita en mí, estoy o no en el lugar santo.
La centralidad de Cristo en nosotros es la base de nuestra unidad como iglesia, es la clave para el acceso a la sabiduría divina, es la clave para ver a Dios en lo cotidiano, en definitiva es el secreto de una fe que trasciende estructuras religiosas y que afecta a todas las áreas de nuestra vida.
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